Antes de la llegada de los españoles, este territorio era conocido por los mayas como T’ho, cuyo significado es “Cinco cerros”, y tiempo atrás recibió el nombre de Ichcaanzihó, que quiere decir “cara del infinito”. Sobre los vestigios de dicho asentamiento maya, la ciudad fue fundada el 6 de enero de 1542 por don Francisco de Montejo “El Mozo”, quien la nombró Mérida porque las antiguas edificaciones prehispánicas le recordaron a las ruinas romanas que se conservan en la ciudad homónima de Extremadura, España.

El centro de la ciudad se reservó para la Plaza Mayor y se emplearon las piedras sagradas de los templos indígenas para construir las casas y edificios públicos para los conquistadores, tales como las Casas Reales y el Cabildo, así como los templos de la nueva fe cristiana, entre los que sobresale la Catedral de San Ildefonso.

Mérida se caracteriza por su arquitectura colonial, de estilo sobrio, donde existen construcciones de techos altos y grandes ventanas (predominantemente en el actual Centro Histórico); pero sobre todo es reconocida por el color de la cantera, material propio de la región con el que fueron levantados muchos de sus edificios, que hace resaltar aún más la iluminación del sol, aspecto que le ha valido en nuestros días el sobrenombre de Ciudad Blanca, hecho apoyado también en la tradición de sus habitantes, mantenida por muchos años, de utilizar colores vivos para pintar sus predios.

Durante la Colonia, su desarrollo urbano fue concéntrico y de acuerdo a los cánones de la época: siguió un esquema cuadrangular con calles trazadas a manera de un tablero de ajedrez, cuya estructura original perdura hasta nuestros días. Hacia los cuatro puntos cardinales de su Plaza Mayor, la población quedaría dividida finalmente en cuatro secciones con sus barrios, mismos que además adoptaron los nombres de sus santos patronos, de tal forma que al sur quedó San Sebastián, al poniente Santiago y Santa Catarina (hoy parque Centenario), al oriente San Cristóbal, y al norte Santa Lucía y Santa Ana. Prácticamente esta disposición determinaba de manera clara los barrios considerados de “extramuros”, para los habitantes indígenas, mientras que el centro de la ciudad se reservaba para los colonos españoles. La ciudad marcó sus límites por medio de siete arcos, sin embargo, el desbordamiento urbano los envolvió y ahora solamente permanecen tres estructuras (San Juan, Dragones y el del Puente) como testigos de lo que fue la traza urbana en la época colonial.

A finales del siglo XIX, el creciente desarrollo económico y el auge henequenero provocaron la construcción de imponentes haciendas y hermosas casonas que le dieron otra apariencia a la ciudad, que aún puede apreciarse en el tradicional Paseo de Montejo, uno de los atractivos de la zona. Así se fue construyendo la ciudad, y hoy sus trazos coloniales y monumentos conviven con los edificios neoclásicos y la infraestructura contemporánea. En Mérida se une lo antiguo y lo nuevo, el respeto a las costumbres y la apertura a la modernidad. Su historia está plasmada en piedra y se descubre en cada uno de sus monumentos, así como en la auténtica tradición cultural de su entorno.

 

El título de “Muy Noble y muy Leal Ciudad de Mérida” fue concedido el 30 de abril de 1605 por el rey de España Felipe III. En 1618, Mérida, como pocas ciudades de la Nueva España, obtuvo su Escudo de Armas. En términos heráldicos, el león rampante simboliza majestad, valor y fuerza; el castillo denota grandeza y tenaz resistencia ante el enemigo; el color azul representa virtudes como lealtad y justicia, mientras que el verde significa esperanza, libertad e intrepidez.