Delicias culinarias

Ahora compramos fruta bonita sin sabor ni olor, madurada a la fuerza

Recuerdo cuando ir al mercado era parte de nuestra vida. Los olores a frutas y verduras recién cosechadas nos recibían desde la calle y estimulaban a crear el menú del día. Los carniceros nos obsequiaban huesos que se transformaban en deliciosos caldos que jamás podrán compararse con los cubitos saborizantes. Los marchantes nos conocían y ofrecían un pilón, de lo que con su perspicacia habían detectado nos gustaba.

Llego la modernidad y nos dijo que los mercados estaban pasados de moda, que era mucho más cómodo, fácil, más elegante, más, más… ir al supermercado y caímos en la trampa. Ahora compramos fruta bonita sin sabor ni olor, madurada a la fuerza. Carne de procedencia misteriosa que no da señales para detectar su origen ni edad; los manejos de las luces están a su servicio para mostrarla con apariencia jugosa y fresca. ¿Sigo?

La realidad es que desde hace un tiempo, no logro encontrar en Mérida tortillas que no se transformen en cartón en un santiamén. La maestra Marissa Loría me dio la solución: parte del encanto de visitar las comunidades es regresar a casa con un kilo de tortillas hechas a mano. Ella vive en Valladolid, pero labora en Chichimilá, así que, en una visita, encargó tortillas para panuchos que ella preparó con un frijol delicioso. Caí en cuenta de que hemos dejado de cocer frijoles y por la flojera, preferimos los deshidratados o los de lata, que terminan con sabor de su contenedor; vendemos nuestra herencia culinaria por estar a la moda.

Ese fue el inicio. Después comencé a fijarme en lo afortunados que son los habitantes de los municipios y comisarias distantes de la capital. La variedad de sus alimentos y frescura es de lujo; ojalá sepan apreciarlo y no caigan en la trampa de las prisas y las modas de comidas rápidas. ¡Ayyy!

Hace unos días, en Ticul, tuve el gusto de ir a El Mirador, de don Arturo González quien, con su hijo, se han especializado en comida yucateca que bordan las manos de las cocineras tradicionales con la frescura de los ingredientes. Disfruté un relleno blanco de pavo con unas deliciosas tortillas hechas a mano que, por supuesto, no pude evitar pedir mi itacate.

Al final, nuestro anfitrión me ofreció probar uno de los postres de la casa: dulce de frijol. Pensé en uno de los atractivos de El Mirador que viene en el platón de las botanas: nach de frijol con puerco, exquisito y adictivo, por lo que rechacé el dulce lo más gentilmente posible. Insistió ofreciéndolo como regalo. Nunca imagine el grado de obsequio que éste resultó. Frente a mí se encontraba una especie de polvorones, café claro, en almíbar, coronados por una pasita. En el primer bocado mi lengua golosa no lograba distinguir los ingredientes. Pensé que podría tener algo de almendra, semilla al fin. Por fin me explicaron que es un dulce típico de las abuelas de Ticul. Al frijol le quitan la camisa, actividad que, por la dificultad, algunas realizan viendo telenovelas. Las semillas se muelen ¿hornean? Y sirven en almíbar. ¡Exquisito! Gracias por insistir.

Solía pensar que los españoles que llegaron a Valladolid eran los golosos. En el menú yucateco se repite el nombre de esa ciudad junto con longaniza, escabeche y lomitos. Ahora veo que existen otras propuestas, como los huevos motuleños, el relleno negro enterrado en Tixkokob y ahora, el dulce de frijol de Ticul. En Valladolid es obligación pasar a comprar las longanizas de doña Trini o de la de Temozón. ¡Boccato de Cardinale!

¿Cuántas delicias hemos ido perdiendo por la prisa, la comodidad, la falta de apreciación de lo nuestro? El fin de esta etapa de cautiverio, nos dice que ha llegado el momento de regresar a pueblear, investigar las fechas de las ferias, recuperar el recetario de la abuelita y la capacidad del disfrute.

Optar por la vida es regresar a la frescura de los mercados, renovar nuestros menús, aunque tarden más; consumir las frutas y verduras de nuestros agricultores, porque el que tiene milpa come más sabroso.