Colaboración: Franck Fernández – traductor, intérprete, filólogo (altus@sureste.com)

Título: La Oda a la Alegría

Existen obras musicales que hacen vibrar las más profundas fibras del ser humano. No es necesario ser letrado ni tener grandes conocimientos musicales para que te lleguen al corazón. Hay varias, pero arriba en la lista se encuentra la Novena Sinfonía de Ludwing van Beethoven y, en particular, su cuarto movimiento: La Oda a la Alegría. La Oda de la Alegría se escucha con los ojos llenos de lágrimas por la emoción. Esta novena sinfonía fue la última gran obra que escribió este gran compositor alemán.

Beethoven fue una de esas personas tocadas por la mano de Dios, con una gran facilidad para la composición y, al mismo tiempo, un ser muy desgraciado en su vida personal. Nació en la ciudad de Bonn en 1770 y desde joven partió a estudiar composición a Viena con el ya muy conocido Joseph Haydn quien le auguró que sería un gran compositor en su edad madura. Escribió un gran número de obras, tanto para piano como para orquesta, recitativos, sonatas, cuartos, canciones, réquiems, conciertos. Escribió una sola opera, Fidelio, y un solo concierto para violín y orquesta, considerado como uno de los cuatro más grandes jamás escritos. En total compuso 9 sinfonías de las que casualmente son las números impares las más famosas.

¡Abrazaos millones de seres!
¡Un beso al mundo entero!
Hermanos, sobre la bóveda estrellada
debe habitar un Padre amante.

De joven conoció la obra de los románticos de la literatura alemana, Schiller y Goethe. Desde los 22 años estuvo tentado por escribir la música sobre un poema de Schiller, aunque el proyecto solo vino a realizarse mucho más tarde ya al final de su vida. Es en 1817, y por encargo de la Orquesta Filarmónica de Londres, que Beethoven se da la tarea de crear esta obra en cuatro movimientos que termina en el último de ellos en forma de un gran oratorio… apoteósico, monumental, desmesurado. Para ello Beethoven utilizó la voz humana como instrumento en un concierto, cosa que nunca se había hecho, más otros instrumentos como la flauta pícolo, los timbales, los trombones, la percusión en gran profusión y toda una panoplia de vientos metales. La obra fue dedicada al rey de Prusia Federico Guillermo III.

El concierto de inauguración fue el 7 de mayo de 1824 en el Kärtnertortheater, de Viena y el éxito fue rotundo desde el primer momento, a pesar de la crítica que la consideraba “demasiado largo”. Solo el cuarto movimiento es más largo que la 8va completa.

Entre los sufrimientos de Beethoven estaba el de padecer de una profunda sordera. De joven estaba en Viena con una terrible gripe cuando las tropas napoleónicas llegaron a cañonear esta ciudad y el ruido de los cañones terminó por romperle los tímpanos. ¡Qué cruel destino para un gran compositor no poder escuchar lo que su maravilloso cerebro le dictaba como composición! Ese 7 de mayo de 1824 un músico presente tuvo que darle la vuelta a Beethoven para que pudiera ver los aplausos con que lo felicitaba y vitoreaba la sala y que él, pobre sordo, no escuchaba.

Toda Viena quería ver a Beethoven ese día. Hacía 12 años que no se le veía en un escenario desde la presentación de su precedente sinfonía, la 8va. Sabían que ya era el fin de su vida y de su obra. Querían ser testigos de la magnificencia del Maestro. De hecho, esta Novena Sinfonía lleva el número opus 125, lo que la clasifica como la obra número 125 que compuso este gran hombre.

En el cuarto movimiento, cuando entran cuatro cantantes: barítono, tenor, mezzosoprano y soprano y coro, el poema de Schiller clama la alegría por la hermandad entre los hombres. Este era un llamamiento muy necesario en una Europa que no hacía mucho había pasado por los horrores de las guerras napoleónicas.

Pero la novena sinfonía ha servido para todos los credos y todas las interpretaciones. Desde Engels que entendió “Todos los hombres serán hermanos” como un llamado para la emancipación de la oprimida clase obrera de su tiempo a ser considerada por los bolsheviques, que no sabían si escoger la Oda de la Alegría o la Internacional como su himno de guerra. También el canciller Bismarck, con sus espíritus bélicos de dominación europea, consideró la novena propia para sus intereses. Fue la obra escogida para la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín, por parte del propio Adolfo Hitler. Era la pieza musical que con que se iniciaban las festividades por los cumpleaños del Führer y fue la obra más interpretada por las orquestas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. Hasta los kamikazes que eran enviados por los generales japoneses a estrellar sus aviones con la esperanza de detener la armada norteamericana también eran despedidos con La Oda a la Alegría. ¡Qué distintas fueron las intenciones de Schiller y de Beethoven ante estos intentos manipuladores!

Pero también ha servido para nobles causas. En las olimpiadas de 1956 y 1964, los atletas de la extinta RDA y la RFA participaron juntos en los Juegos Olímpicos y fue bajo los acordes de esta Oda a la Alegría que se hizo la entrega de las medallas. Fue con la Oda de la Alegría que el pueblo de Berlín y de toda Alemania celebró en la Parisien Platz de la Puerta de Brandeburgo la reunificación de los dos países bajo una constelación de fuegos artificiales.

Hoy la Oda de la Alegría es sinónimo de libertad y entendimiento entre todos los hombres de bien, por encima de credos, razas y posiciones políticas. Desde enero de 1972 el preludio de la Oda de la Alegría es el himno europeo como símbolo de unión entre los pueblos. Pueden escucharla en cualquiera de las hermosas reproducciones que se encuentran en Youtube.